Quitando los ruedines. 72-O Bikepacking.

Pues un poco de eso, de dar el salto, de ir un poco más allá en esta nueva afición, hay en este pequeño viaje que quiero contaros.



Hace ya unos meses que animado por Natalia y Robi decidí comprar una bicicleta que me hiciese más fácil empezar a hacer excursiones y rutas con la idea de, en un futuro no muy lejano, comenzar a viajar. Hay muchas formas de hacerlo en bicicleta, y creo que poco a poco voy encontrando la mía.

En este último año, desde que en enero empecé a recuperar mis viejas bicis y en abril me hice con la nueva, he registrado ya unos 1140 km en pequeñas y cortas excursiones.

Ya tenía ganas de plantearme nuevos retos y de paso vivir nuevas experiencias. De modo que me puse a buscar y encontré la ruta perfecta para un viaje de un par de días que de paso me llevaría a conocer uno de esos sitios por los que siempre he sentido curiosidad.

Después de estudiar las tablas de mareas para Sanlúcar de Barrameda y Matalascañas elijo la mejor fecha y allá que vamos. Llegado el esperado día 29 de noviembre el cielo se presenta despejado y amanece en Sevilla con 8ºC de nada.


En mi "smartphone de abordo" ya están cargadas la ruta, los mapas y la reserva para la noche en el Hotel Guadalquivir. 

Me abrigo lo justo y cargo la mochila con una muda, lo imprescindible para el aseo básico, el Camelback de litro y medio, unas cuantas barritas de cereales con chocolate y algunos purés de frutas. La bici revisada y puesta a punto y con algo más de medio litro de una bebida de esas para reponer de todo.

Antes del amanecer estamos ya pedaleando y se agradece contar aún con la ropa de vuelo que me ayudaba a mantener la temperatura en las alturas, sobre todo los guantes.

Vamos saliendo de Sevilla por los caminos que recorren la orilla oriental del Guadalquivir. Recorreremos el camino del práctico, que ya en su día completásemos en la moto. Esta vez el vehículo es más apropiado y aunque parezca mentira lo recorreremos en menos de la mitad de tiempo.

En esta ocasión no iría acompañado. Voy a disfrutar del camino en soledad. Ya me he acostumbrado a hacer estas cosas a solas y me encanta. De todas formas siempre te encuentras a gente con la que siempre hay algo de qué hablar. Yendo solo se hace más fácil el contacto con los demás, con la naturaleza y sobre todo contigo mismo.

Los nervios se calman pero siguen acompañándome en esta primera aventura en bici. Recorrer en una mañana la distancia que separa mi casa de la costa ya me parecería todo un logro. Tengo una sensación parecida a aquella al iniciar el camino al Finis Terrae (algún día os contaré aquellos recuerdos).

La salida del sol va calmando la sensación de frío. El aire denso de las mañanas de otoño lo convierten todo en un regalo para los sentidos.


No tardaremos en adentrarnos en las marismas y poder disfrutar de los arrozales inundados que apenas dejan las líneas de los caminos libres de agua. Es impresionante ver la capacidad del hombre para transformar los paisajes. Casi igual de impresionante que la poca capacidad que después tenemos para apreciarlo.


El laberíntico camino nos va haciendo coincidir con otros ciclistas que casi siempre van en grupos. Saludos con la mano y poco más. Unos van y otros vienen pero ninguno con mis mismas intenciones. Me paran y me preguntan por este o aquel camino, o por dónde se va a tal sitio, pero casi nadie parece tener tiempo para pararse a charlar.


A medio camino llegamos a la única venta que encontraremos hasta el final del camino. Nunca he sabido cómo se llama. No hay cartel que lo ponga. A este sitio sólo llegan los agricultores de la zona y poco más. Atiende el negocio una señora mayor que prepara los guisos que sabe que sus habituales van a agradecer y dispone de poco que no sea lo que sus clientes de siempre le demandan. Aunque veas pasar los platos de comida casera tendrás que conformarte con un bocadillo, porque suelen estar reservados a los fieles feligreses. Aunque alguna vez sí he podido disfrutarlos. Hoy nos conformaremos con una tostada y un cacao, que aún no son ni las once y no es mala hora para desayunar.


Pensaba yo que más adelante, pasando ya La Señuela y en el término de Lebríja, estaría abierta otra venta que en su día nos dio más de una alegría. Venta Tarfia creo que se llamaba. De modo que quedé allí, de paso, con un compañero de trabajo para descansar y tomar algo juntos. Pero cuando llego la venta está cerrada y el descanso consiste en charlar un rato y hacer algunas fotos. El pequeño Rodrigo, que se vino acompañando a su padre, se mostraba tímido, serio y reacio a cualquier interacción con el ciclista amigo de papá. Aquí, al colocarme para posar en una foto, es donde se produce la primera caída por culpa de mi inexperiencia con los pedales automáticos. Nada importante a parte de la vergüenza ante una caída tan tonta. Lo bueno es que el tímido pequeñajo perdió el recato y se echó unas buenas risas a mi costa.


Seguimos ya acusando el cansancio pero a buen ritmo y según el horario previsto camino al final de la primera etapa bordeando ya siempre el río y parando de vez en cuando a disfrutar de los paisajes. No tardamos en entrar en la provincia de Cádiz.


Ya queda poco y las ganas por llegar a disfrutar de una buena comida en Sanlúcar avivan el pedaleo. Antes de entrar en los Pinares de La Algaida, ya a un paso de Sanlúcar paramos en la Venta La Compuerta del Albur para preguntar sobre la posibilidad de cambiar la ruta pasando por las salinas en lugar de cruzar el pinar. Tras mostrarse sorprendidos por el paseo que acabo de darme todos los lugareños me lo desaconsejan por varios motivos y viendo que ya son cerca de las dos del medio día voy a lo conocido y me adentro en el pinar.


Afortunadamente me encuentro con un precioso carril bici que lo recorre en su totalidad y que me permite evitar los bacheadísimos carriles por los que pasan los coches.


No tardo en llagar por fin al primer objetivo y tras dar alguna que otra vuelta recalo en uno de los restaurantes de los que a pie de playa se pueden disfrutar en Bajo de Guía. No suelen servir tapas en las mesas de fuera pero como me ven con la bici y completamente adaptado a la forma de la silla...  Hacen una excepción y disfruto de una especie de menú degustación a base de tapas mientras observo a los niños jugar y miro con cierta ansiedad el barco que mañana me llevará a las infinitas playas vírgenes de Doñana que ya diviso desde mi mesa.


Se impone una siesta y no vamos a perdonarla, de modo que nos vamos al hotel en el que amablemente nos permiten subir la bici en el montacargas para que duerma en la habitación.


Disfrutaremos de una terraza con unas magníficas vistas tanto al pueblo como a la desembocadura del río y a Doñana, y lo que es mejor, de una enorme bañera que me a aliviar todos los males.

Y después de descansar el cuerpo con el baño y la siesta ha llegado la hora de disfrutar de una copa en el bar que el hotel tiene en su planta onceaba. Imaginaos las vistas que tendríamos a la hora de la puesta de sol. Mis pintas no eran las más apropiadas para el elegante pub de un hotel en el que las señoritas acudían con sus pamelas junto a enchaquetados caballeros a lucir todo lo lucible. Yo iba casi con lo puesto y tuvieron que soportar a un tipo en pantalón corto y camiseta que calzaba unas sandalias de montaña. Eso sí, con mis aperitivos para acompañar un buen gin tonic en una mesa sólo para mí. Fui aceptado por la elegante turba que acabó confiándome sus smatphones para que les fotografiara con el coto de fondo.


Sin salir del hotel cenamos pronto tras la puesta de sol en el restaurante de la planta baja. Me relajo y descuido la dieta devorando una espléndida hamburguesa de buey con todos sus avíos y alguna que otra cerveza. Y a dormir que mañana hay que madrugar.

Y amanece el segundo día con la seguridad de haber hecho los deberes pero con la duda de si aprobaré el examen de cruzar los más de treinta kilómetros de playa que me esperan para empezar el día. Habíamos estudiado las mareas y este era el mejor día para salir a la mejor hora. La pleamar fue a las seis menos veinte de la mañana, de modo que al iniciar la ruta, a las nueve menos veinte, ya llevaríamos tres horas viendo bajar la marea y dejando húmeda y compactada una extensa franja de arena por la que rodar con facilidad, y con un margen más que sobrado hasta que a eso de las doce de la mañana comenzase a subir de nuevo.

Tras un buen desayuno, y a unos 7ºC, entro en la barcaza junto a los mariscadores de la zona que también van a aprovechar la bajamar. Eso me tranquiliza y me reafirma en mi decisión. El precio según la recepcionista del hotel serían dos o tres euros, pero se ve que a los forasteros no somos buenos clientes y a mí me cobraron diez eurazos. Fui el primero en embarcar y observé cómo a los locales a penas le cobraban esos dos euros que me habían dicho. Pero ¿para qué discutir? No volveré a subir a esa barcaza en vete tú a saber el tiempo.


Los mariscadores aprovechan para hacer una especie de asamblea improvisada con el presidente de la cofradía al frente, en la que discuten sobre los problemas que les está causando una conocida marca de supermercados que se está haciendo con el monopolio de las capturas. Yo permanezco apartado pero atento a las discusiones mientras el bote va cruzando el río.


Lo tienen difícil estos trabajadores frente al empuje de las grandes compañías, y aunque pelean por lo que les pertenece... Mucho me temo que acabarán cediendo a las presiones y los chantajes.

Llegamos a la otra orilla y los ciclomotores que les sirven de transporte se lanzan a toda velocidad en una especie de carrera descontrolada por la playa. No tardo en perderlos de vista mientras se van desperdigando por la playa.

Yo salgo a la arena con ganas y me sorprende la facilidad con la que se rueda y la velocidad que puedo adquirir. La playa es sencillamente impresionante. Parece infinita.


Ruedo por la playa casi desierta durante kilómetros. Las aves se molestan a mi paso. Con el mar a mi izquierda, el sol a la espalda y las dunas a mi derecha sigo pedaleando en una especie de sueño que me encantaría estar compartiendo.


De vez en cuando llego a la altura de alguno de los mariscadores con los que compartí travesía y paro a observarlos o hacer fotos. Alguno sale del agua quejándose de su suerte y charlamos un rato sobre su trabajo y mi excursión.


Poco a poco la arena va imponiendo su naturaleza y yo voy notando el cansancio que supone atravesarla a pesar de estar haciéndolo en las mejores condiciones posibles. Aún así el espectáculo es indescriptible.


La velocidad fue a menos a medida que me acercaba a Matalascañas. Estaba deseando dejar la arena. La veía a kilómetros en el horizonte y no llegaba nunca. Enpezamos rodando con picos de 25 km/h y acabamos a unos 7 u 8. Nada más salir de la arena me puse como loco a buscar un sitio donde tomar algo, pero un lunes de finales de noviembre aquí no está ni el tato. Aunque encuentro un garito donde me sirven un par de cervezas que me van a poner de nuevo las pilas.


Y a vueltas con los pedales. Quedan muchos kilómetros hasta Sevilla y llevamos casi tres horas en la playa. Hay que seguir por la A-483 hasta pasado El Rocío. Por desgracia el viento en contra me lo va a poner difícil. Nada más salir de Matalascañas paro en la primera gasolinera que veo para quitarle a la bici la arena y el salitre que pueden acabar dañándola. Mientras limpio veo pasar a un cicloturista con un carrito como remolque y justo cundo voy a continuar a otro que ha optado por la modalidad del bikepacking. Salgo como alma que lleva el diablo detrás de este último pero el tío va que se las pela y no lo alcanzo ni en broma. El viento me tortura durante los últimos dieciocho o veinte kilómetros y llego a la aldea a la hora perfecta para comer.


De modo que me lanzo al primer sitio que me llama la atención y pregunto por el menú. El caso es que a pesar de lo apetecible que parece todo... Estoy de antojo. Le pregunto al camarero si sería posible comerse un buen plato de patatas, huevos y chorizo fritos. El buen tipo que antes ha estado hablando conmigo sobre el marisqueo e interesándose por mi viaje, me dice que espere, que se lo dice al cocinero a ver si puede ser. Y sí, pudo ser.


Me pongo las botas y antes de seguir ya comprendo que completar los setenta kilómetros que me quedan en lo que falta para que termine la tarde va a ser complicado, de modo que consulto sobre los alojamientos cercanos, pregunto al camarero, hago unas llamadas y acabo por decidirme a ir al camping La Aldea. Creo recordar que el precio eran unos 40€ por un bungalow, pero regateando un poco me lo dejaron a 30€.


Me acomodo, me ducho y descanso un rato antes de volver a la aldea a comprar algo para la cena. Yendo por los arenosos caminos del Rocío vuelvo a caerme por culpa de las calas al hacer un giro y quedarse clavada la rueda delantera en un banco de arena. Afortunadamente, al menos, caigo en blando.  Y vuelta a mi alojamiento a disfrutar de lo que queda de día, porque la noche será otro cantar.


Ceno pronto y me voy a dormir, pero se ve que me he pasado con la comida y los ardores no me lo ponen fácil. Para colmo hay unos chavales de fiesta en un bungalow vecino. Me pongo los tapones de los oídos y sigo intentándolo.

Van a darme las tres de la mañana entre una cosa y otra y después de salir a quejarme varias veces consigo que Morfeo se quede conmigo.

Con pocas horas de sueño y una mala leche que ni te cuento comenzamos el tercer día. Salgo a desayunar a la cafetería del camping y me encuentro con los jovenzuelos de la noche anterior, de modo que para no tenerla decido desayunar en la terraza disfrutando de los 10ºC con los que nos recibe hoy el día. A eso de las nueve de la mañana comenzamos a pedalear.


Para evitar las arenas y no pasar medio día empujando la bici vamos a andar unos treinta kilómetros por carretera hasta Villamanrique de la Condesa. A esta hora de la mañana la luz y los paisajes son un autentico lujo.


Alguna de las rectas que tenemos que pasar se hacen interminables, pero rodar entre los pinares del entorno de Doñana siempre es un placer y a el aire fresco y limpio lo hace todo más fácil.


No tardamos en volver a los caminos y ya estoy de nuevo en mi salsa. A partir de ahora casi todo lo que queda irá picando para arriba y aunque no son demasiados kilómetros se van a hacer pesados.


No tardamos en superar el vado del quema y me doy cuenta de que al fin, sin planearlo, estoy haciendo el camino del Rocío, aunque a la inversa y en bici. No está mal.


Y al llegar a los pinares de Aznalcázar paro a reponer fuerzas. Es un gustazo viajar sin prisas de esta manera. Creo que ya estoy enganchado. Me está gustando esta primera vez y mi cabeza ya empieza a hacer planes más ambiciosos.


Los caminos están por aquí algo embarrados, pero nada que resulte complicado. Al contrario, se agradece no encontrar demasiada arena seca. Todo está muy verde por esta zona y el sol aún no hace de las suyas y podemos rodar con mucha comodidad.


Al llegar a la zona de Hinojos el paisaje comienza a cambiar y se vuelve más árido y menos arbolado. No me resisto a parar en el aeródromo de La Juliana a ver un rato esos trastos voladores.


Ahora empieza lo más duro y quizás lo más aburrido y feo del camino, pero como no he pasado nunca por aquí tampoco se me hace pesado en exceso. Recorremos el Cordel de Triana.


Una larga sucesión de campos de cultivo, girasoles y carriles de grava nos llevarán hasta lo alto del Aljarafe para descender en pocos minutos a Sevilla. Pero antes tendremos que sortear alguna de las obras de la  SE-40 y pelear con el mapa para no salirnos de la ruta prevista.

A medio día llegamos a Sevilla y a eso de las tres de la tarde llego a casa de mamá. ¿Qué mejor sitio para terminar esta primera aventura en bicicleta? No hay mejor sitio ni manera para recuperarse.


Os aseguro que hay pocas sensaciones tan placenteras como viajar kilómetros y kilómetros dependiendo únicamente del propio esfuerzo. Caminando o pedaleando los caminos conoces de verdad los sitios por donde pasas, pero sobre todo a sus gentes, que al fin y al cabo son la esencia de esos lugares que visitas. Y la naturaleza siempre. El ritmo lento y acompasado de estos viajes me está enamorando.

Volveremos.

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