Tocan a muerto.

Las campanas tocan a muerto. Las nubes pasan despacio bajo el cielo azul de las once de la mañana. El viejo reloj, parado, observa desde la torre de la colegiata. Me asalta un recuerdo inventado de mi padre a sus cinco años correteando por la plaza en un domingo de fiesta. O me recuerdo a mí mismo. Y pienso en lo extraordinario del error que es la vida. Lo natural es no estar. Nos pasamos media eternidad sin existir, y muertos la otra mitad. Y en medio la anécdota de una vida casual. Siempre, claro, que alguien nos piense inexistentes, vivos, o muertos. Nos entristece la pérdida de anecdóticos seres amados, pero lo único que hacen, y que nosotros, anecdóticos, también haremos, es volver al estado natural del que partimos. Deberíamos entonces alegrarnos de haber coincidido en este momento de la eternidad con esas otras anécdotas que nos han hecho sentir relevantes aquí y ahora, y disfrutar de este instante regalado de existencia.

Las campanas, como un despertador inoportuno, nos abren los ojos. La vida no tiene sentido ni explicación, la muerte sí. Darnos cuenta de tal simplicidad es la causa real de nuestra tristeza. No estamos tristes por quien se va, estamos tristes porque nos quedamos sin una de las pruebas de que la vida sea un hecho trascendente más allá de nosotros mismos.

Esta noche sal a la calle, al balcón, a la azotea, siéntate, respira hondo, relájate, y mira al cielo.

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